Y al final
el amor que recibes
es igual al que das.
The Beatles
Ella es una de las personas más
odiosas que conozco. Va por la vida con la soberbia de saberse amada y segura
de la fidelidad de su hombre.
Como si hubiera hombres… o mujeres
fieles.
No entiendo cómo él no se ha
aburrido de ella. Siempre dispuesta a criticarlo, en ocasiones en su presencia.
Le hacemos notar que está casada con el hombre perfecto pero como si todo lo
mereciera responde: “Vivan con él un mes y luego me dicen”.
Hace tiempo hubiéramos terminado la
amistad pero disfrutamos mucho ir a su casa, por él, por supuesto. De los dos
él es quien vale la pena: es agradable, buen conversador, culto y atento. Nos
hace sentir guapas, inteligentes y hasta más jóvenes. Cada vez que nos invitan
quien se desvive por que nunca tengamos nuestras copas vacías, degustemos lo
que prepararon y toma las riendas de la reunión es él, mientras ella actúa como
la invitada de honor y espera que él le adivine el pensamiento. Si no lo hace
por estar ocupado, le echa una mirada con tono de exigencia que da miedo. Él ni
se percata. Siempre está dispuesto a mostrarse enamorado y solícito.
Hace cinco semanas asistimos a la
cena para celebrar el trigésimo aniversario de bodas. Durante la sobremesa
surgió, como era de esperarse, la forma en que le propuso matrimonio. Con lujo
de detalles, voz agradable y tono ameno rememoró la ocasión. Los asistentes
estábamos emocionados, pero conociendo a la amiga sabíamos que algo habría
hecho para arruinar el momento. Y así fue. Ante el nerviosismo de él después de
que disfrutaron un maravilloso concierto de música clásica y una magnífica cena
en su restaurante favorito, él estacionó el auto frente al edificio del
instituto en donde se conocieron. Emocionada declaró: “esta ha sido la velada
perfecta, nada más me falta el anillo” y estiró la manita. Él confesó su
frustración momentánea porque no pudo cumplir con el programa completo. Se limitó
a ponerle el solitario –que ella no dudó en presumirnos, otra vez– y prometerle
creciente amor eterno. No reprimimos un escandaloso gesto de desaprobación.
Pero él le acarició la mano y en ese momento, cual mago, sacó de la manga un hermoso
collar de perlas. Había investigado que los treinta años son de perlas.
Aplaudimos conmovidos.
Ganas no me faltaban de zarandearla
cuando se dejó abrazar, con una sonrisa forzada, como si le costara recibir los
arrumacos del más cariñoso esposo, quien coronó el hecho diciendo que éramos
testigos del inicio de la etapa del amor otoñal, en el que cosecharían con
creces lo vivido en esos treinta años juntos.
Por como lo maltrata la matrona,
quien obviamente ya dio el viejazo mientras él se ve cada vez más… interesante,
lo que ella va a cosechar es una cornamenta, espero que tan vistosa como la del
don Fulgencio de Arreola, porque a esa edad es sabido que hasta el más fiel toma
su segundo aire.
La idea de que él le pusiera el
cuerno, aunque no fuera con alguna de nosotras, revoloteaba en las cabezas de
las amigas más cercanas, las que nunca faltamos a las fiestas de la pareja “perfecta”.
Nadie es tan fiel y menos cuando la mujer está “tan mal compuesta de facciones”,
como diría Machado de Asís de doña Evarista. Si sucediera y se enterara seguro
se le caería el castillo en el que vive su cuento de hadas.
Después del aniversario, Juliana propuso
contratar a un detective para que le siguiera los pasos. Conocía a uno que
había obtenido “en lo que canta un gallo” las pruebas de la infidelidad de su ahora
exmarido. El tipo era infalible. Cobraba en efectivo, por mes. El costo,
naturalmente, lo cubriríamos las cuatro. La idea de restregarle en la cara el
resultado de la investigación, de verla derrotada al descubrir el desliz que
derrumbara su mundo era fascinante y no tenía precio.
Este gallo tardó un mes en cantar,
pero el primer miércoles de noviembre el detective nos entregó un sobre lacrado
con las pruebas.
Expectantes fuimos al restaurante en
el que comemos las cinco el primer jueves de cada mes. Los meseros se
sorprendieron al vernos ese día pero muy atentos nos preguntaron por la otra
amiga, “la que a veces viene con su marido”. “Mañana vendremos todas”, les
contesté cortante a los entrometidos.
Apretujadas en el gabinete semicircular,
con las bebidas frente a nosotras, confiadas en que contábamos con diez minutos
antes de la irrupción de las entradas, Juliana abrió ceremoniosa el sobre que
condenaba al, hasta ahora, marido perfecto. El detective había escrito en el
reporte: “El sujeto es un aburrido workohólico
pero al final, después de veintinueve días de seguirle los pasos, quien
suscribe pudo cacharlo in fraganti”.
Brindamos por eso.
La primera fotografía era de él
bajando del auto. También es fotogénico ¡grrr! En la siguiente aparecía
arreglando los detalles de un picnic en un apacible paraje boscoso. “Él sí sabe
de romanticismo”, coincidimos. Sobre una superficie de hojas secas de
deliciosas tonalidades otoñales entre el ocre y el cobre había dispuesto un
mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que se advertían una canasta, dos
veladoras, una botella de champán dentro de una cubetita, servicio para dos y lo
que parecía una caja de bocadillos. En la siguiente él se afanaba en acomodar
una cobija de lana color terracota frente al grueso tronco de un ahuehuete. En
la cuarta, por fin, aparecía la mujer, quien no vestía para la ocasión: llevaba
falda a la rodilla, saco beige y zapatos de tacón de aguja.
El detective sabía imprimir toques
de misterio y dramatismo en la secuencia.
Era claro por qué él había buscado
una amante, esta mujer se veía más joven, elegante y cariñosa. En las siguientes
imágenes aparecían abrazados, sentados sobre la mullida cobija. Los pies de
ella jugueteaban con las hojas. Su naturalidad sería la envidia de nuestra
estirada amiga.
Al unísono levantamos las copas,
dimos un sorbo triunfal antes de ver la última imagen. En esta los dos brindaban.
Él de perfil, ella de frente.
Resultaba imposible apartar la
mirada del estúpido collar de perlas y la sonrisa de adolescente enamorada de
ella.
Jimena estuvo a punto de ahogarse con
el trago de tequila. A Juliana se le cayó la foto de las manos, Judith se jalaba
los pelos.
–Maldita sea –grité–, el desgraciado
detective nos engañó ¿a nadie se le ocurrió darle una foto de la esposa?
© María Eugenia Mendoza
Arrubarrena
Magistral :-)
ResponderEliminarGracias, querida María.
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