De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


sábado, 21 de abril de 2012

La amiga




Y al final
el amor que recibes
es igual al que das.
The Beatles

Ella es una de las personas más odiosas que conozco. Va por la vida con la soberbia de saberse amada y segura de la fidelidad de su hombre.
Como si hubiera hombres… o mujeres fieles.
No entiendo cómo él no se ha aburrido de ella. Siempre dispuesta a criticarlo, en ocasiones en su presencia. Le hacemos notar que está casada con el hombre perfecto pero como si todo lo mereciera responde: “Vivan con él un mes y luego me dicen”.
Hace tiempo hubiéramos terminado la amistad pero disfrutamos mucho ir a su casa, por él, por supuesto. De los dos él es quien vale la pena: es agradable, buen conversador, culto y atento. Nos hace sentir guapas, inteligentes y hasta más jóvenes. Cada vez que nos invitan quien se desvive por que nunca tengamos nuestras copas vacías, degustemos lo que prepararon y toma las riendas de la reunión es él, mientras ella actúa como la invitada de honor y espera que él le adivine el pensamiento. Si no lo hace por estar ocupado, le echa una mirada con tono de exigencia que da miedo. Él ni se percata. Siempre está dispuesto a mostrarse enamorado y solícito.
Hace cinco semanas asistimos a la cena para celebrar el trigésimo aniversario de bodas. Durante la sobremesa surgió, como era de esperarse, la forma en que le propuso matrimonio. Con lujo de detalles, voz agradable y tono ameno rememoró la ocasión. Los asistentes estábamos emocionados, pero conociendo a la amiga sabíamos que algo habría hecho para arruinar el momento. Y así fue. Ante el nerviosismo de él después de que disfrutaron un maravilloso concierto de música clásica y una magnífica cena en su restaurante favorito, él estacionó el auto frente al edificio del instituto en donde se conocieron. Emocionada declaró: “esta ha sido la velada perfecta, nada más me falta el anillo” y estiró la manita. Él confesó su frustración momentánea porque no pudo cumplir con el programa completo. Se limitó a ponerle el solitario –que ella no dudó en presumirnos, otra vez– y prometerle creciente amor eterno. No reprimimos un escandaloso gesto de desaprobación. Pero él le acarició la mano y en ese momento, cual mago, sacó de la manga un hermoso collar de perlas. Había investigado que los treinta años son de perlas.
Aplaudimos conmovidos.
Ganas no me faltaban de zarandearla cuando se dejó abrazar, con una sonrisa forzada, como si le costara recibir los arrumacos del más cariñoso esposo, quien coronó el hecho diciendo que éramos testigos del inicio de la etapa del amor otoñal, en el que cosecharían con creces lo vivido en esos treinta años juntos.
Por como lo maltrata la matrona, quien obviamente ya dio el viejazo mientras él se ve cada vez más… interesante, lo que ella va a cosechar es una cornamenta, espero que tan vistosa como la del don Fulgencio de Arreola, porque a esa edad es sabido que hasta el más fiel toma su segundo aire.
La idea de que él le pusiera el cuerno, aunque no fuera con alguna de nosotras, revoloteaba en las cabezas de las amigas más cercanas, las que nunca faltamos a las fiestas de la pareja “perfecta”. Nadie es tan fiel y menos cuando la mujer está “tan mal compuesta de facciones”, como diría Machado de Asís de doña Evarista. Si sucediera y se enterara seguro se le caería el castillo en el que vive su cuento de hadas.
Después del aniversario, Juliana propuso contratar a un detective para que le siguiera los pasos. Conocía a uno que había obtenido “en lo que canta un gallo” las pruebas de la infidelidad de su ahora exmarido. El tipo era infalible. Cobraba en efectivo, por mes. El costo, naturalmente, lo cubriríamos las cuatro. La idea de restregarle en la cara el resultado de la investigación, de verla derrotada al descubrir el desliz que derrumbara su mundo era fascinante y no tenía precio.
Este gallo tardó un mes en cantar, pero el primer miércoles de noviembre el detective nos entregó un sobre lacrado con las pruebas.
Expectantes fuimos al restaurante en el que comemos las cinco el primer jueves de cada mes. Los meseros se sorprendieron al vernos ese día pero muy atentos nos preguntaron por la otra amiga, “la que a veces viene con su marido”. “Mañana vendremos todas”, les contesté cortante a los entrometidos.
Apretujadas en el gabinete semicircular, con las bebidas frente a nosotras, confiadas en que contábamos con diez minutos antes de la irrupción de las entradas, Juliana abrió ceremoniosa el sobre que condenaba al, hasta ahora, marido perfecto. El detective había escrito en el reporte: “El sujeto es un aburrido workohólico pero al final, después de veintinueve días de seguirle los pasos, quien suscribe pudo cacharlo in fraganti”.
Brindamos por eso.
La primera fotografía era de él bajando del auto. También es fotogénico ¡grrr! En la siguiente aparecía arreglando los detalles de un picnic en un apacible paraje boscoso. “Él sí sabe de romanticismo”, coincidimos. Sobre una superficie de hojas secas de deliciosas tonalidades otoñales entre el ocre y el cobre había dispuesto un mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que se advertían una canasta, dos veladoras, una botella de champán dentro de una cubetita, servicio para dos y lo que parecía una caja de bocadillos. En la siguiente él se afanaba en acomodar una cobija de lana color terracota frente al grueso tronco de un ahuehuete. En la cuarta, por fin, aparecía la mujer, quien no vestía para la ocasión: llevaba falda a la rodilla, saco beige y zapatos de tacón de aguja.
El detective sabía imprimir toques de misterio y dramatismo en la secuencia.
Era claro por qué él había buscado una amante, esta mujer se veía más joven, elegante y cariñosa. En las siguientes imágenes aparecían abrazados, sentados sobre la mullida cobija. Los pies de ella jugueteaban con las hojas. Su naturalidad sería la envidia de nuestra estirada amiga.
Al unísono levantamos las copas, dimos un sorbo triunfal antes de ver la última imagen. En esta los dos brindaban. Él de perfil, ella de frente.
Resultaba imposible apartar la mirada del estúpido collar de perlas y la sonrisa de adolescente enamorada de ella.
Jimena estuvo a punto de ahogarse con el trago de tequila. A Juliana se le cayó la foto de las manos, Judith se jalaba los pelos.
–Maldita sea –grité–, el desgraciado detective nos engañó ¿a nadie se le ocurrió darle una foto de la esposa?

 © María Eugenia Mendoza Arrubarrena


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