Invierno. Antología de Cuento Breve,
Serial Estaciones
México, Benma Grupo Editorial, 2012
Ridículamente joven
María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Dedicado a #YoSoy132
El chubasco
sorpresivo, más propio del verano que de la invernal estación recién instalada,
retrasaba su regreso a la oficina. Había pasado casi todo el día en una junta
con un cliente, moría de hambre. Eran las cinco y media, faltaba media hora
para la salida. A esas alturas estaba más cerca de su casa que del trabajo. Por
unos instantes dudó en dirigirse a ella o aventurarse a pasar una eternidad
atrapada en el tráfico de la víspera del último día del año. Marcó el teléfono
de la oficina a sabiendas de que nadie contestaría. No marcó el del celular de
su jefe o de alguno de sus incondicionales (del jefe), quienes seguramente disfrutaban
la prolongada sobremesa, haciendo tiempo para llegar a las seis y como es su costumbre convocar a una junta –porque hay tiranos que
nunca cambian aunque hasta el clima dé el ejemplo–, que se prolongaría
hasta la medianoche.
Quince minutos después entró ensopada al departamento, con cierto
remordimiento. Pero en cuanto se descalzó sintió el delicioso alivio de sacarse
los zapatos, estirar los dedos y de la calidez del piso seco. Se arrancó la bufanda
‒pachoncito obsequio navideño‒. El saco aterrizó a un lado de una silla, las
llaves sobre la mesa. Con la blusa desfajada entró a la cocina. Se secó el
cabello con toallas de papel. Pensó que le vendría bien un baño caliente, no se
le antojaba terminar 2012 y comenzar el nuevo año resfriada. Al ver la cafetera
supo que el baño podría esperar. Buscó un filtro, tomó el bote del café y se
dijo en voz alta que esa tarde era cafetera.
Pero… no tenía por qué ser convencional.
Sacó de un gabinete, que eufemísticamente denominaba cantina, una botella
de tequila reposado, que alguien había llevado para la fiesta de fin de año. El
ámbar seductor caía con delicadeza en la copa coñaquera. Con la copa en la mano
izquierda y una bolsa de cacahuates en la derecha se enfiló a la sala.
Los controles remotos de la televisión y del estéreo reposaban sobre la
mesa de centro. Esa tarde parecía destinada a decisiones simples. Optó por el
estéreo. El reproductor de discos le regaló la cadencia deliciosa del Danzón
número 2 de Márquez. ¿Qué más podía pedir? Dio un sorbo a su bebida, cerró los
ojos y tras la ardiente sensación deslizándose por su garganta su cuerpo fue
invadido por una calidez exquisita. Se felicitó por regalarse una tarde libre de
presiones. Los últimos seis meses habían sido frenéticos, sin fines de semana
ni días feriados, pero con su equipo había superado las expectativas de la
empresa.
No renunciaría a esa tranquilidad. Se levantó para descolgar el teléfono
fijo y apagar el cel. No quería ser interrumpida por la inoportuna llamada del
trabajador de un callcenter o, lo que
es peor, de su jefe, incapaz de tomar decisiones y asumir la responsabilidad si
las cosas no salían bien.
Arrellanada en el sofá echó un vistazo a la sala que alguna vez deseó fuera
minimalista pero con los años había convertido en algo así como un bazar. Todo
en esa sala ‒como seguramente en cualquier sala‒, tenía su historia.
El lugar de honor lo ocupaba una fotografía familiar, tomada hacía treinta
y cinco años, poco después de cumplir los quince. Fue hecha en un estudio cursi.
De adolescente sentía vergüenza por la pose, pero sus padres y ella reflejaban
tal felicidad que terminó por apreciar la belleza de la escena, sobre todo
cuando se enteró que para pagar la fotografía su mamá había ahorrado varios
meses. Por fortuna ‒decía su madre‒, la tomaron poco antes de la devaluación
del 76, con la que culminó uno de tantos sexenios criminales, que acabó con
sueños de buena parte de la clase media. Recuerdos de sacrificios, decepciones
y esfuerzos se agolpaban y amenazaban enturbiar la tarde hasta que se percató
que el disco había terminado.
Se levantó para poner otro, pensó en Huapango, de Moncayo para seguir con
la onda mexicana, cuando se topó con el video que había grabado a finales de
mayo, al calor del nacimiento de #YoSoy132.
Jugueteó con la caja del DVD, no lo reprodujo. Estaba fresca la imagen del
proceso de grabación. Lo único que sabía antes de iniciarlo era que el mensaje
debía durar un minuto treinta y dos segundos. Una vez redactado arregló el
escenario para que la cámara no fuera a captar el tiradero de su rincón de
trabajo.
Nunca había subido un video a la red, de manera que, como buena ingeniera, estudió
los tutoriales. Se propuso hacerlo en una sola toma. Ensayó varias veces el discurso
y la disposición de la cámara. Por fin, al saberse lista se arregló, tratando
de cubrir un poco las muchas imperfecciones que se empeñaban en salir a flote
para revelar su edad. Se dio ánimos, si lograba decir en el tono adecuado lo
que había preparado, el internauta no se ensañaría, tanto, comentando su
aspecto físico. Además ‒pensó‒, los jóvenes adoran a los Rolling, a Paul, a
Poniatowska, a Lorenzo Meyer… y ella era muchos años más joven.
Su mensaje lo inspiraron sus alumnos, a los que da una clase semanal de
administración de proyectos, quienes a partir del once de mayo habían iniciado
un proceso de transformación jamás imaginado y cada día se mostraban más
comprometidos e informados. La comunicación con ellos se volvió más rica aunque
más desafiante. Le entusiasmaba la pasión de estudiantes y artistas del
#YoSoy132 pero no dejaba de temer por ellos, por su hijo, por los jóvenes sin
oportunidad de estudio ni de trabajo. Conforme pasaban los días y atestiguaba
lo que los estudiantes planeaban y realizaban se contagió.
El temor por la represión que pudieran sufrir
por ejercer su derecho a expresarse estaba presente en el mensaje, lo mismo que
la convicción de que la participación de los estudiantes era auténtica,
autónoma y no respondía a ningún interés partidista o de otro tipo.
Le llevó un fin de semana preparar y realizar el video que concluía con un
juvenil “Yo también soy 132”. Al final no le importó el brillo en el rostro ni
el desorden del librero que se veía al fondo ni los maullidos de su gatita que le
exigía arrumacos.
Recordó que a mediados de junio, cuando su jefe descubrió el video, que
tenía cientos de visitas, le reprochó, sin argumentos, su adhesión ridícula al
movimiento de esos jóvenes “revoltosos”.
Esbozó una sonrisa triunfal, levantó la copa y brindó a la salud del
movimiento #YoSoy132 y de la “Primavera mexicana”, que ya formaban parte de la
historia reciente del país y, quizá no en ese primer invierno lluvioso
comenzarían a advertirse sus frutos, pero confiaba en que lo harían.