De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


sábado, 23 de octubre de 2010

Mensajeros, de María Eugenia Mendoza. Realización: María García Esperón


Dedicado a las madres

En lugares lejanos dos mujeres despertaron al mismo tiempo.

La primera se asomó a la ventana, miró el limpio cielo de media noche justo para descubrir el espectáculo único de una estrella fugaz.
Se sintió una con el universo.
Deseó compartir ese momento mágico con su hija, quien estaba al otro lado del océano, pero para no perturbar su sueño, se dirigió a su mesa de noche y comenzó a escribir una carta.

La otra también se asomó a la ventana y descubrió con los primeros rayos del amanecer un hermoso colibrí revoloteando entre las flores de su balcón.
Se supo una con la naturaleza.
Necesitaba describirle a su madre la escena pues no todos los días comienzan así. No lo pensó mucho tomó el teléfono y marcó el número de casa.

(C) María Eugenia Mendoza
Texto y voz: María Eugenia Mendoza
Música: Canon. Yiruma
Realización: María García Esperón
MMX 


viernes, 22 de octubre de 2010

Palacios de arena, de Marcelo Suárez de Luna. Realización: María García Esperón


mm

Caminando por la arena me pregunto
¿por qué, quienes, para qué?
Ninguna respuesta obtengo
hasta que veo la sonrisa de mi niña
construyendo palacios, no castillos
y entonces cualquier interrogante
pierde toda relevancia.

(C) Poesía imperfecta, de Marcelo Suárez de Luna
Realización: María García Esperón
Voz: María Eugenia Mendoza
Música: Yiruna
MMX
 

Golpe de suerte, de Marcelo Suárez de Luna. Realización: María García Esperón


 
Quemé tus cartas
olvidé tu teléfono
borré tu correo
me cambié de ciudad
rompí tu foto
regalé tus libros
(incluso los dedicados)
dejé de nombrarte
ni siquiera te pienso

y sin embargo esta noche
tiraría los dados una vez más.

(C) Marcelo Suárez De Luna
Poesía Imperfecta
Voz: María Eugenia Mendoza
Realización: María García Esperón
Música: Yiruma
MMX 


Orgullosamente mexicana


Orgullosamente mexicana
María Eugenia Mendoza Arruabarrena

“Soy la música del organillero, el silbato del globero y cinco tonadas que les recuerdan a los otros su origen orgullosamente mexicano”.

Al principio, no puede determinar la fecha exacta del momento en que comenzó, pero para los fines de sus reflexiones eso carece de importancia. Bueno, decía que al principio la invasión de spots sobre el Bicentenario, que interrumpían cada tres o cuatro minutos, junto con los anuncios a los que ya está habituada, sus programas de radio y televisión favoritos, le molestaban y hasta la ponían de malas quizá porque no les prestaba la debida atención o porque no había entendido la importancia de la fecha, pero poco a poco la repetición de los mensajes logró su objetivo: se sintió más que de costumbre, por costumbre, orgullosamente mexicana.

En las últimas semanas los insistentes spots, en los que entusiastas voces que lo mismo le recuerdan lo que es ser mexicana que relatan en unos segundos pasajes determinantes de la lucha por la independencia, no sólo captan su atención sino que la conmueven profundamente; considera que es un privilegio vivir en estos momentos históricos, en los que la música del organillero, el silbato del globero, la grabación de "hay tamales calientitos...", las  cinco tonadas (tatatatata), que emiten los cláxones cuando los muy mexicanos automovilistas les recuerdan a otros sus orígenes y muchos otros sonidos forman parte de su ser, de su ser orgullosamente mexicana.

El entusiasmo la ha llevado a desempolvar los conocimientos de la primaria. Se da cuenta de que los héroes de la patria, desde el Niño Artillero y El Pípila hasta Hidalgo, Morelos, Leona Vicario y Allende, entre muchos otros, han cobrado una dimensión más humana, ya no los ve, como cuando era niña, sólo como imágenes de las estampitas que compraba en la papelería con las que ilustraba los apuntes de historia.  Ahora sabe que los héroes fueron personas, como ella, de carne y hueso. Prueba de que tenían huesos como los suyos, es que los de los héroes, después de haber sido científicamente analizados  por equipos de especialistas, del tipo CSI, han determinado que los fémures, cráneos y tibias merecen también ser venerados porque fueron los que dieron sustento a los héroes que nos dieron patria.

Contagiada por el entusiasmo del Bicentenario, que es la fiesta de todos los mexicanos, había planeado ir con familiares y amigos al Zócalo, en donde podría, mejor que en cualquier otro lugar, sentir ese orgullo que la levanta todas las mañanas para cumplir sus obligaciones, porque también de eso se trata ser mexicana.

Hoy ha leído que el Zócalo está "blindado". Le cuesta trabajo entender el término, pero finalmente entiende que rodeado de vallas y fuerzas del orden, para que no cualquiera llegue al centro de los festejos. Además, como siempre que hay fiesta o plantón en el corazón del Centro Histórico, las estaciones del metro estarán cerradas. Ha leído que es más recomendable presenciar el espectáculo, cuidadosamente planeado para festejarla a ella y a más de cien millones de mexicanos, en alguna de las 45 pantallas gigantes de Reforma y la Alameda, o todavía mejor, en la comodidad de su casa o en el pabellón mexicano en la Expo Shangai.

Un poco desanimada, pero no tanto, hace los ajustes al plan de sus doscientos años de ser orgullosamente mexicana, aunque sólo tenga veinticinco. Las banderas que ondeará a la hora del Grito; las serpentinas y el confeti y las cornetitas de cartón tricolor esperarán ahí, sobre la mesa de la cocina de su vivienda de treinta metros cuadrados para gritar al mundo su felicidad de ser orgullosamente mexicana.

Texto publicado el 10 de septiembre de 2010, en el blog "Aldea de las Letras"

Desde un centro de atención telefónica. Una mañana cualquiera


Una mañana cualquiera

Sábado, 9:00 A.M.

Segismundo Rivadeneira duerme plácidamente después de una semana de noventa horas de trabajo intenso y muy estresante. Sí, aunque parezca extraño y anticonstitucional, el ingeniero Segismundo Rivadeneira trabaja (al igual que todo su equipo de trabajo) de siete de la mañana a once de la noche, de lunes a viernes. No cobra tiempo extra y estas dieciséis horas no incluyen el tiempo del trayecto (hora y media, en promedio). Regularmente no sale a comer, por lo que a la hora de la comida suele engullir una torta, una ensalada o unas rebanadas de pizza frente a la computadora o con los compañeros, mientras resuelven asuntos del proyecto.

Ese sábado está decidido a no hacer otra cosa sino dormir, pues durante los últimos dos meses también ha tenido que trabajar los fines de semana, prácticamente con el mismo horario. Con eso de que hay que cuidar el empleo, pues hay miles de candidatos a contratarse por la tercera parte de lo que él gana, no está en condiciones de decir no a sus jefes cuando le piden que les "eche una mano" para terminar un gran proyecto a tiempo.

Después de discutir con su esposa e hijos, a eso de las seis de la mañana, pues deseaban que los acompañara  a la competencia de natación del más pequeño, por fin, a las siete logró retomar el sueño interrumpido. Segismundo odia perderse esos eventos familiares, pero ese día sus fuerzas no daban para más. Como si el cansancio no fuese suficiente, las preocupaciones propias del trabajo le provocan insomnio. La noche anterior, aunque se había acostado a la una, apenas a las cuatro había podido conciliar el sueño.

Pero ¿quién se acuerda de eso cuando más profundamente duerme, cuando sueña algo agradable, que seguramente no recordará al despertar, pero en la profundidad del sueño reconoce como agradable? Envuelto en el calor de las cobijas, la semioscuridad de su cuarto y el suave murmullo de los pajaritos que revolotean en el árbol que está justo frente a su ventana, era el más feliz de los mortales cuando algo, que tarda en reconocer, lo despierta.

9:05 A.M.

El teléfono repiquetea insistente.
Tardó tres o cuatro timbrazos en reaccionar. Finalmente, extendió el brazo para alcanzar el auricular.
-Bueno -contestó con voz pastosa.
-Buenos días, ¿es usted... el señor Rivereda...? -pregunta un hombre, que por su voz se escucha joven.
-Aquí no vive -responde cortante y cuelga. No le gusta parecer grosero pero en ese momento no está en condiciones de ser amable.
Segismundo se reacomoda y tiene la ilusión de recuperar el sueño agradable, que no recuerda bien de qué se trataba pero desea continuar soñando.

9:10 A.M.

Nuevamente el teléfono interrumpe el sueño recuperado, no el que estaba soñando, sino la acción de dormir.
-Diga...
-Buenos días, ¿cómo está? -una mujer jovial sigue saludándolo-. ¿Se encuentra en casa el señor... a ver, déjeme ver... ah, sí, el señor Se - gis - mun - do   Ri-  va - de - nei - ra? ¡Es primera vez que veo ese nombre, ¿lo pronuncié bien?
-No.
-¿No está don Segismundo o no lo pronuncié bien?
-...
-¿Me escucha?
-...
-Sabe a qué hora lo puedo localizar, o me puede proporcionar otro teléfono para ponerme en contacto con él?
-No.
-¿Con quién tengo el gusto?
-Soy el mozo, soy el mozo y no puedo seguir hablando, tengo mucho trabajo.
Segismundo cuelga el teléfono, ha mantenido los ojos cerrados. Se hace ilusiones de que si no habla mucho podrá seguir durmiendo, pese a la molesta interrupción.

9:17 A.M.

La pesadilla del teléfono una vez más.
Segismundo desea ignorarlo, pero ¿qué tal si alguien del trabajo o de la familia lo necesita?  Si lo buscaron en el celular no lo escuchó porque lo dejó en el portafolio. Sería muy mala pata que fuera otra llamada de un call center., odia esas llamadas, odia el telemercadeo, odia que invadan su intimidad para ofrecerle seguros de todo tipo, tarjetas de crédito, servicio de fumigación o lavado de alfombras...

-¿Sí?
-Con el señor Seguismundo Rivanereida, por favor, le hablo porque su membresía está a punto de expirar y tenemos una promoción especial para quienes la renueven hoy -el joven habla rapidísimo- si la renueva en este momento, además de que obtendrá un cupón de descuento para sus consumos en nuestros restaurantes, le ofrecemos un mes adicional...

En ese momento Segismundo se sienta. Ya abrió los ojos, su voz ya es clara. Está totalmente despierto. Por su cabeza pasan varias ideas para quitarse de encima al molesto vendedor: desde colgar nuevamente el teléfono y dejarlo así para evitar más interrupciones, hasta aplicar la "estrategia Seinfeld", es decir, pedirle al joven  su nombre, el número de su teléfono y domicilio particulares, con la promesa de que renovaría la membresía en cuanto le devuelva la llamada en la madrugada, pasando por mandarlo al diablo de una manera grosera...

-¿Por qué ni siquiera leen bien el nombre de la gente con la que quieren hablar? -estalló, finalmente, porque además de todo le molesta que no digan bien su nombre-, ¿por qué me molestan para algo como la renovación de una membresía?, si yo la quiero renovar ya iré a la tienda y lo haré, ¿por qué no piensan que a esta hora la gente puede estar dormida?, ¿de dónde diablos me habla?, ¿está usted en Tijuana, en India o Bora Bora?
-Señor Rivadeneira, yo estoy trabajando, trabajo en un centro de atención telefónica y esto es lo que hago para ganarme la vida. La computadora registra su teléfono y nombre como un candidato a renovar la membresía y mientras no la renueve va a seguir recibiendo llamadas para invitarlo muy cortésmente...

-A ver, ¿qué me ofrece si la renuevo ahora mismo?

Publicado el 13 de agosto de 2010, en la "Aldea de las Letras"
 

Oportunismo

Oportunismo
Por María Eugenia Mendoza 

Todas las mañanas a las cinco en punto inicia la subasta de pescados y mariscos. Gente de remotas ciudades, principalmente gerentes de compras de las cadenas de supermercados, de los más prestigiados hoteles y restaurantes, arriban para hacerse de las mejores piezas recién capturadas en las ricas aguas de los siete mares.

Los compradores llegan entre media hora y quince minutos antes de que inicie la actividad. Se conocen, se saludan amablemente mientras beben café. Cualquiera diría que la atmósfera es amigable. Sin embargo, antes de que inicie la puja, justo al escucharse la campanada para presentar las primeras piezas, los compradores se transforman. Despojados de buenos modales y haciendo alarde de un vocabulario limitado a quince maldiciones sale a relucir su ser más íntimo. Miradas ambiciosas, calculadoras han sustituido a las sonrientes de unos segundos atrás. Gritos, manos que se agitan, codazos, gestos de satisfacción o frustración se suceden. La frenética rebatinga parece interminable pero como la mercancía no lo es en unos minutos la gente se aleja y deja atrás el ceño fruncido para dar paso nuevamente a la sonrisa discreta, a la inclinación de cabeza a manera de despedida.

Esa mañana los acontecimientos se repetían como en un cuento circular en el que no hay lugar para variaciones, pero he aquí que un personaje insignificante, de ésos que, como en la vida real, parecen existir para la única función de formar parte del paisaje, acaparó los pulpos.
Nadie daba crédito a lo que presenciaba. El hombrecillo, mimetizado con el uniforme de los trabajadores y calzando unas botas que se veía a leguas que le quedaban enormes, no escatimó ni un céntimo en el precio de la codiciada mercancía, que se había elevado a niveles inusitados debido al interés que tenía el dueño de la cadena de restaurantes "El jardín del pulpo" de llevarse los últimos ejemplares buenos de la temporada. El hombrecillo insignificante no cedió ni uno de los cefalópodos, por más que el empresario le suplicó que le dejara al menos una cuarta parte de ellos.

El enorme estanque en el que sobresalían los asustados ojos pegados a las enormes cabezas fue conducido a un trailer estacionado en el punto más lejano del mercado. Los hábiles cargadores lo engancharon a la grúa y con la dirección del hombrecillo hicieron el vaciado de la valiosa carga en un estanque que ocupaba prácticamente toda la caja del vehículo. Con más espacio, los moluscos extendían sus tentáculos y buscaban el mejor lugar. Uno de ellos se posó sobre un cubo pintado con los colores del partido en el poder, ignorando otros de diferentes colores. El hombrecillo no pudo ocultar una sonrisa.

–¿Qué van a hacer con estos cabezones? –preguntó curioso uno de los cargadores.

–No sé, yo sólo me encargo de las compras estratégicas.

–Mira, ése se parece a Paul –dijo otro–, señalando al que estaba encima del cubo.

–Pero, ¿en dónde los va a entregar? –insistió el primero.

–En la presidencia... –se arrepintió de haber respondido, no por otra cosa, sino porque generalmente no hablaba con gente como ésa.

–¿A poco van a ofrecer un gran banquete?

–No, es que va a haber elecciones –respondió el chofer.

El hombrecillo echó una mirada gélida al chofer. De mala gana ayudó a cerrar y asegurar las puertas y se subió en el asiento del copiloto. No volvió a mirar a los cargadores, quienes se alejaban del lugar empujándose, diciéndose groserías y seguramente sin haber prestado atención a las palabras del chofer.

Publicado el 13 de agosto de 2010, en "Aldea de las Letras".



Atribulaciones de una comensal. Un cuento que no es puro cuento


Atribulaciones de una comensal. Un cuento que no es puro cuento
Por María Eugenia Mendoza Arrubarrena

No podría mantener ese ritmo de gastos. No estaba bien que con su muy mermado ingreso, gracias, entre otras cosas, a las nuevas tasas impositivas, al aumento desmedido de los precios, a los altos intereses de las tarjetas de crédito y a su falta de previsión, llegara al final de la quincena con la tarjeta de débito en ceros, la de crédito al tope, unos cuantos pesos en la cartera, el tanque de gasolina cercano a la reserva y la despensa y el refrigerador prácticamente vacíos.

Si aprendiera a poner un hasta aquí en su vida se podría ahorrar muchos problemas y una lana, que buena falta le hacía. Si siquiera tuviera la esperanza de un aumento de sueldo, pero no, en el mundo real las cosas parecían ir al revés, cada día hacía más y ganaba menos. "Date de santos que tienes trabajo", le dicen sus amigas ricachonas, con las que sale a cenar cada jueves.

Estaba claro, no iba a ganar más, pero podría gastar menos. En la víspera de la quincena y después de lo que había pagado por la cena con sus amigas se fue a la cama totalmente decidida. Preparó su estrategia, a partir del día siguiente, comiera con quien comiera, le pediría al mesero cuentas separadas. ¡Tan sencillo!, no se explicaba cómo no lo había hecho desde meses atrás. Se quedó dormida con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Poco antes de la hora de la comida, como cada día de quincena, recibió los correos de  los compañeros del "club gourmet", como les decían todos en la empresa. Para ella había sido un triunfo que la invitaran después de casi dos años de trabajar ahí. Sucedió después de una noche de jueves, cuando coincidió con Luis, el subdirector jurídico, en el mismo restaurante en que cenaba con sus amigas. A partir de esa ocasión él la vio con otros ojos y ya no sólo como la tímida y casi invisible asistente del director de administración.

Llegó al restaurante elegido por Paty, la asistente de la directora. La mesa era más grande que de costumbre, hasta la directora general se les había unido. El mesero tomaba la orden de bebidas. Ella pidió un agua mineral, pues además de que no bebía era lo más barato y bien visto en esos lugares. Los demás, que bebían como cosacos, habían ordenado vodka, whisky o tequila. Dos charolas de quesos y carnes frías al centro, eran obligadas para la ocasión y las ordenó la jefa. Ella se abstuvo de probarlos, pese a que se veían deliciosos, se conformó con comer un poco de pan con mantequilla. Admiraba el desenfado con que se movían todos en ese ambiente tan refinado, sobre todo la directora. Por un momento ella tuvo la esperanza de que la  mundana mujer pagaría la comida y la facturaría como gastos de representación, casi siempre lo hacía, a ella le constaba y sabía que eso era práctica común. Por otro lado, si la jefa no pagaba ella había decidido decirle a sus amigos que cada quien pagara su consumo y no, como siempre ocurría, dividieran la cuenta en partes iguales. Seguramente comprenderían pues para nadie era secreto la diferencia de sueldos entre ellos y ella.

Un poco más relajada, llegado el momento pidió un filete de res a la tampiqueña (le alcanzaba para pagarlo y además le parecía muy práctico pedir un plato tan completo como sabroso, ojalá todos siguieran su ejemplo). Pero no, los demás ordenaron sopas, cocteles de camarones y ensaladas; filetes de res de 400 gramos, salmón y otras especialidades del mar y de la tierra. Tuvo que esperar a que todos terminaran sus sopas, cocteles y ensaladas para recibir su filete, que como todos saben es un plato de segundo tiempo. La jefa había revisado la carta de vinos y con su aire experto había ordenado tres botellas de una vez. Ella ni siquiera lo probó pese a la insistencia de la jefa. Con todo y sus atribulaciones en torno a los precios, la comida transcurría en un ambiente relajado, festivo, amigable.

Cuando todos declararon no poder comer un bocado más, Luis dijo que no podía faltar el pastel para festejar a la cumpleañera, en ese momento ella se enteró que era el cumple de Paty. No faltó el café, incluso uno que otro irlandés, ni los obligados digestivos, ordenados por la directora. Cuando todos (excepto ella, que dijo estar a dieta, por lo que no comería pastel ni pediría café y como no bebía, tampoco tenía copa de digestivo) estaban a punto de terminar sus postres, café y copas de oporto, jerez o anís, la jefa recibió una llamada. Como impulsada por un resorte se levantó, guardó su iPhone en su Louis Vuitton y de manera atropellada se despidió, sin decir ni pío sobre la cuenta, pero eso sí, antes de salir les dijo que los esperaba en la oficina, pues había mucho trabajo.

Paty se levantó para ir discretamente a retocar su maquillaje, poco antes de que el mesero dejara la cuenta sobre la mesa. Luis procedió a dividirla entre quienes quedaban. Ella palideció al escuchar la cantidad, que incluía el quince por ciento de propina. En ese momento iba a decir que lo justo sería que sólo pagara lo que había consumido (a todos les constaba que sólo había comido lo que ella había ordenado), claro que no se opondría a pagar la parte proporcional del consumo de Paty. Pero no se atrevió, eso no sería bien visto y seguramente ya no la invitarían la próxima quincena. Sacó su tarjeta de débito, en la que le habían depositado su raquítica quincena esa mañana y la puso junto con las golden y platino de sus seis compañeros del selecto "club gourmet".

Texto publicado el 5 de abril de 2010, en el blog "En la sobremesa de María"

jueves, 21 de octubre de 2010

Mensajeros


Mensajeros
Por María Eugenia Mendoza Arrubarrena


En lugares lejanos dos mujeres despertaron al mismo tiempo.

La primera se asomó a la ventana, miró el limpio cielo de media noche justo para descubrir el espectáculo único de una estrella fugaz.
Se sintió una con el universo.
Deseó compartir ese momento mágico con su hija, quien estaba al otro lado del océano, pero para no perturbar su sueño, se dirigió a su mesa de noche y comenzó a escribir una carta.

La otra también se asomó a la ventana y descubrió con los primeros rayos del amanecer un hermoso colibrí revoloteando entre las flores de su balcón.
Se supo una con la naturaleza.
Necesitaba describirle a su madre la escena pues no todos los días comienzan así. No lo pensó mucho tomó el teléfono y marcó el número de casa.


Publicado el 9 de mayo de 2010, en el blog "Aldea de las Letras" y en la revista Horizonte Literario Contemporáneo (julio-agosto 2010)

Día de las madres 2010




Los cinco hijos le hablaron por teléfono desde temprano para felicitarla. La primera llamada la sobresaltó pues fue alrededor de las tres de la mañana. Era el de enmedio, quien eufórico repetía que después de la serenata a su mujer se arrancaría con los mariachis para llevárselos a su mamacita. Ella lo convenció de que no era muy buena idea, porque los vecinos podrían molestarse. Se mantuvo callada mientras los mariachis interpretaban "Las mañanitas" y su hijo le gritaba que la adoraba. Agradeció el gesto y  tras escuchar a su hijo repetir cinco o seis veces que "su madrecita era lo más sagrado" colgó el teléfono y trató de conciliar el sueño.

Después de varias vueltas en la cama, cuando estaba inmersa en uno de esos sueños agradables pero que al abrir los ojos escapan sin dejar huella, contestó la llamada del más joven. Resignada se levantó, ya casi eran las siete.

Por ser Día de las Madres ese lunes lo tenía libre, y aunque su intención era permanecer en cama hasta tarde no le quedó más remedio que comenzar con el trajín de la casa. Las llamadas restantes se sucedieron con intervalos de diez minutos, la última fue de su hija recién divorciada.

El plan estaba hecho, su hijo mayor, el único soltero y que vivía con ella, sería el encargado de llevarla al restaurante elegido. Aceptó porque no sabía cómo llegar y aunque no le disgustaba la idea de llevar su carro pensó que odiaría perderse durante una tarde caótica, como son todas las del 10 de mayo, en que parece que todo el mundo sale a comer a restaurantes con sus mamás y esposas.

Por pura curiosidad entró a internet para saber qué le esperaba y por poco le da el soponcio cuando vio el precio del menú especial del Día de las Madres que incluía sólo dos versiones para escoger de ensalada, sopa, plato fuerte, así como de postres entre las que estaban el "pastel imposible" o un sorbete de limón. "¿Por qué habrían elegido ese lugar?", pensó y se frustró ante la imposibilidad de disfrutar un postre verdaderamente especial. El menú incluía una copa de vino, café o té y un regalo sorpresa para mamá. En la fotografía del restaurante se apreciaban pantallas gigantes de televisión en cada esquina (deseó que ese día estuviesen apagadas), las mesas parecían sofocantemente cercanas entre sí.

Sólo de pensar en las experiencias de años anteriores en que no faltaban las riñas entre hermanos y a veces entre nueras y el ahora ex yerno; en los platillos uniformemente insípidos, la música en vivo y una cuenta elevada por las bebidas extras le dieron ganas de renunciar a su festejo, pero si rechazaba esa invitación seguramente no la volverían a invitar el año entrante y, como quiera, era lindo ver a sus hijos reunidos aunque fuera una vez al año.

Publicado el 9 de mayo de 2010, en el blog "En la sobremesa de María"

Finales felices, de Marcelo Suárez de Luna. Realización: María García Esperón


A él le calculo ochenta y siete
(a ella, ochenta)
llegan casi al cierre al restaurante
(¿de dónde vienen?)
De arranque piden vino,
queso y pimientos
(¡le ponen sal!)
después fuccile
pesto y tuco.
Mientras tanto
se comen con los ojos
y conversan toda la comida
(son dueños del tiempo).
Él tiene un cigarro en el bolsillo.
Piden la cuenta y yo
que tengo la mitad de sus edades
los envidio como si fueran
estrellas de rock.
Y es que lo son. 

(C) Marcelo Suárez De Luna
Poesía Imperfecta
Voz: María Eugenia Mendoza
Realización: María García Esperón
Música: Yiruma
MMX


Libros y más libros en espera de un lector


Libros y más libros en espera de un lector

Cual cachorros ansiosos en una tienda de mascotas, ese 23 de abril de 2010, millones de libros aguardaban en los anaqueles de librerías, papelerías, tiendas departamentales y de autoservicio, tenderetes callejeros, puestos de periódicos, en los estands colocados aquí y allá en universidades, plazas y otros lugares públicos, en donde se celebraría la fiesta de los libros, para ser adquiridos por emocionados lectores.

Los libros  dejaban volar su imaginación y se hacían ilusiones de encontrarse con lectores amorosos y cuidadosos, que les proporcionarían un hogar y todos los cuidados que requieren, que hasta eso, reflexionaban, no son tantos como los que demanda un cachorrito (y conste que no tienen nada en contra de los cachorritos caninos y mucho menos felinos). Se conformaban con ser colocados al alcance de todos los habitantes de la casa, en un lugar bien ventilado, sin mucha humedad, en donde no acumulen mucho polvo sobre sus superficies. Deseaban, eso sí que los liberaran de la cubierta plástica, muy útil mientras están en exhibición, pero asfixiante cuando ya han salido del punto de venta, además, los libros retractilados dan la impresión de que han sido olvidados y abandonados.

Ese día, su día, cuando en el ambiente se percibía el perfume de rosas y tinta, hubo libros que soñaron con un mundo de lectores decidido a construir la paz. Muchos otros, entre ellos los de historia, guardaron silencio.

Pasado el jolgorio y una vez instalados, los más tímidos (medio acomplejados porque no ostentaban en su lomo y portada el nombre de un reconocido autor, un título muy sugerente o la imagen de personajes populares), están dispuestos a esperar pacientemente a que  la mano que los seleccionó o alguien que pase frente a ellos los abra, comience a pasar sus dedos por sus páginas, los lea y descubra lo que se traen entre hojas.

Algunos románticos, sobre todo los de poesía, sueñan con establecer un diálogo íntimo con su lector y seducirlo al grado de que no pueda resistir la tentación de memorizar unos versos para cantárselos a sus seres queridos o hablar de ellos con esa emoción que sólo un poeta puede inspirar. Y aunque sus lectores sólo lean unas páginas, unos cuantos versos, los anima la ilusión de que  regresarán más adelante, quizá cuando estén enamorados o un tanto descorazonados.

Los libros de arte, arquitectura, viajes, gastronomía, decoración, automóviles, ciencias y muchos más están convencidos de que además de estar destinados a la lectura, los lectores les confieren cualidad de decorativos, están ahí para darles distinción en los lugares más visibles de las casas.

Claro que no faltan los libros que se sienten el ombligo del mundo y una vez en manos de quien los eligió actúan como si de veras fueran inocentes cachorros, pero a la menor provocación sus agudos dientes se clavan en  sus manos y no dudan en someterlo para que no los suelten hasta llegar al punto final de la última página y eso quién sabe, porque esos libros obligan a la relectura una y otra vez. Eso de que los libros no muerden únicamente los que nunca han leído uno de éstos podrán creerlo, porque para quienes han caído redonditos en sus fauces no hay antídoto, aunque si lo hubiera estos libros están seguros de que no habría buen lector que lo tomara.

Algunos libros son tan sabios que reconocen que no hay un solo destino para ellos, lo saben bien y, por supuesto que desean que se cumplan los que tuvieron en mente autores, editores y toda la gente que participa en su creación y distribución: ser leídos en silencio o en voz alta; gozados o sufridos, compartidos, comentados, recomendados, obsequiados, atesorados, heredados. Por desgracia para algunos (que preferirían ignorarlo), los que son devueltos por no haberse vendido ni siquiera a precios muy rebajados, los que son descatalogados y arrumbados en cajas, y sólo generan gastos por ocupar metros cuadrados en un almacén, su destino es la guillotina (por más terrible que se oiga), para ser convertidos en serpentinas y confeti y vendidos por kilo a las papeleras para reciclar. Pero sobre este asunto mejor no querían ni  pensar y menos en su día de fiesta.

Publicado a propósito del Día del Libro, en "La Aldea de las Letras"

En el umbral, en Entre gozos y rebozos. Nostalgias del campo

En el umbral
María Eugenia Mendoza Arrubarrena 

Mis pasos rompen hierbas aromáticas y su perfume se mezcla con el de la tierra húmeda. Llego a la plaza y saludo al grupo. El ponche de frutas que preparé temprano ayuda a entrar en calor. Hoy es jueves, noche de tertulia y tengo una historia que compartir.

Desde hace tres años nos reunimos las mujeres del pueblo para hablar de lo que se nos ocurra. Al principio nos concentrábamos en echar tijera y hacer trizas la reputación de los ausentes o nos quejábamos de nuestra suerte. Al final terminábamos todas amargadas. Ignoro si agotamos los chismes o descubrimos que era más sabroso y útil recuperar y, mejor todavía, construir nuevas historias y desde entonces cada quien trata de hacer mejor sus cosas para presumirlas el jueves.

Todas nacimos, crecimos, nos enamoramos y tuvimos hijos aquí, en este pueblo que ha expulsado a muchos pero que nosotras hemos decidido mantener vivo. Las tertulias han ayudado, así como a que cada quien cultive mejor su gracia.

Yo, por decir, soy buena para curar empacho, mal de ojo, susto y otros males comunes. Tengo un don, escucho a las plantas. Me revelan sus secretos para aliviar algunos dolores del cuerpo y del alma. De veras. Hasta mi hijo, que estudia medicina en la capital reconoce que soy atinada. Hasta me invitó a la universidad porque uno de sus maestros acostumbra invitar a los papás a una clase especial para hablar de medicina tradicional, que es la que yo practico, no es que sea doctora, pero…

Cuando me lo dijo creí que estaba vacilando pero cuando recibí la invitación de su profesor inmediatamente me puse a preparar mis remedios para llevar muestras de lo que aquí funciona para tratar a mi gente.

Estaba retefeliz porque la clase iba a ser en uno de los palacios de la capital.

Entrar a un palacio era un sueño. Imaginaba uno fantástico, como de cuento, enorme, con torres y vigías, jardines y fuentes, como los describe la poeta del pueblo.
Llegó el día. Ahí estaba emocionadísima. Con el orgullo latiendo en mi pecho, brincando de alegría.

Cuando me paré frente al portón no lo podía creer. Deseaba sonreír a la gente que se cruzaba en mi camino. Me contuve. Ni la ciudad ni la gente están preparadas para andar recibiendo sonrisas de una fuereña así porque sí.

 Segundos de contemplación, de prepararme para mi entrada triunfal y…

Me quedo estancada en el umbral. Ni siquiera advierto si interrumpo el paso.

Un escalofrío recorre mi cuerpo. Deseo ignorarlo pero es imposible.
Una voz interna me impele a pedir ayuda. No puedo hablar.
Mi pie derecho quedó en el aire, congelado, como si tuviese voluntad propia y se rehusara a completar ese primer paso.

Un oscuro murmullo me corta la respiración, amenaza arrancarme el alma si no desando mis pasos.

Cierro los ojos, tal vez habían visto demasiado desde que salí de la estación del tren y caminé por las embriagantes calles. Pero en vez de alivio mis sentidos se agudizan y comienzo a oír amargas palabras ininteligibles, gritos jóvenes a punto de extinguirse, ruidos enmarañados en dolor y odio. El amargo sabor del miedo combinado con súplicas estériles y tacto espinoso me confunden al tiempo que dan claridad a mi mente.

Ahora sé lo que es tener el alma en un hilo. Mi cuerpo es atacado por un hormigueo paralizante no sé si darme por vencida y dejarla volar libre, lejos de este sitio en donde la memoria de mi pueblo quiere hacerse escuchar.

¿Cómo vencer esta brutal embestida de sangre borboteando y copioso sudor frío? ¿Cómo lograré sofocar este fuego infernal que me abrasa?

Pienso en mi hijo, aprieto la carta y mis remedios, repaso conjuros y cantos que me ayuden a salir de este trance.

A punto de desvanecerme, confundida, sin saber si mi alma está lista para desprenderse, siento un tirón salvador.

Una mano firme, decidida me toma del brazo y me conduce al interior.

Un suspiro escapa de mi garganta. Reprimo las lágrimas. Como una visión descubro el rostro de un hombre joven, lleva una caja pletórica de flores y plantas.

El hombre señala un letrero: Santo Oficio.
El efecto es brutal pero me siento aliviada.

Veo a mi hijo acercarse. Mi alma me pertenece nuevamente.

Al dirigirnos al auditorio con mi salvador, su profesor, me susurra al oído: “experimenté algo similar cuando crucé por primera vez el umbral del Palacio. Es imposible acallar las voces de la oscuridad, pero ahora estamos aquí para sanar cuerpos y almas presentes y futuras”.


Mendoza, María Eugenia, "En el umbral", en "Entre gozos y rebozos. Nostalgias del Campo, México, Palabras y Plumas Editores, 2010



Elqui, de Carlos Marianidis. Realización: María García Esperón



Elqui (en mapundungún: lo heredado








Autor:

Carlos Marianidis (Buenos Aires - Argentina)
Imágenes: 
María García Esperón (México)
Voz: 
María Eugenia Mendoza Arrubarrena (México)
Música: 
Brasilian dance, Heitor Villa-lobos (Parte I)
Luiggi Mozzani, Feste Lariane (Parte II)

Elqui, obra ganadora de un segundo lugar en el "Primer Concurso Regional de Narrativa Des-CONTAR EL HAMBRE", organizado por la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

Cuento publicado el 2 de febrero de 2010, en "La Aldea de las Letras", con autorización del autor.

Testamento, de Marcelo Suárez de Luna. Realización: María García Esperón


Me preguntan cómo me gustaría
que me recuerde mi hija mañana.
Como a todos, que su padre fue un buen hombre.
Que con errores, luchó para que la vida
la dañe lo menos posible. Que la amó.
Que le enseñó algunas cosas.
Pero esos deseos los tenemos todos los padres.
Mi sueño particular es que un día, revisando
trastos en desuso
ella encuentre uno con forma
de poesía imperfecta
y se diga que su viejo
no lo hacía tan mal.

(C) Marcelo Suárez De Luna
Poesía Imperfecta
Voz: María Eugenia Mendoza
Realización: María García Esperón
Música: Yiruma
MMX 


Se ponchan llantas gratis, en Recuentos urbanos. Antología de cuento breve


Se ponchan llantas gratis*
María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Ciudad de México

Algún placer habrá experimentado al ver que la grúa se llevaba mi carro, que, bueno, es cierto que dejé frente a su entrada, pero sólo fue por el tiempo que me llevó ordenar, pagar y recibir un café en la tienda de la esquina.

No sé qué conexiones tenía, pero al día siguiente me enteré que ningún carro permanece estacionado ahí más de un minuto. Y eso que ni carro tenía.

Yo estaba furiosa. Ella, parada en la entrada, retadora, esperaba mi recriminación. Su discurso fue breve.

–El letrero es una advertencia, a menos que  no sepa leer. Si es el caso dice: “No estacionarse, se usará grúa”.

¿Qué podía responder a tanta elocuencia?

–¿Sabe a dónde se lo llevaron? –, fue lo único que se me ocurrió. Extendió un papel con el domicilio del corralón y los requisitos para reclamar el auto.

Tomé el papel, era obvio que disfrutaba el momento. La miré a los ojos. Mantuvo la mirada. Desvié la vista y sólo en ese momento me percaté de que su cochera no era tal, era un recibidor. Un enorme perchero de pedestal, con una base para paraguas, estaba dispuesto en la entrada, una mesa con un florero y flores frescas ocupaba el centro y al fondo se apreciaba una sala blanca y un sillón negro de piel. Lámparas de pie adornaban el sitio, seguramente dan una atmósfera festiva cuando hay más personas ahí o placentera si sólo lo usan para leer. Esa costumbre de tejer historias cada vez que me asomo a una casa fue interrumpida violentamente por el portazo que casi me da en la nariz.

Estaba furiosa. Esa bruja maldita me iba a costar muy caro. Arrojé el café sobre el letrero. No me sentí mejor. Caminé las dos cuadras que me separaban de mi trabajo. Mientras caminaba leía los letreros en cada entrada de garaje “Se ponchan llantas gratis” era el recurrente.

Le expliqué a mi jefa lo que me había sucedido y le pedí permiso para ir por mi auto. Antes tenía que regresar a mi casa por la factura, los pagos de tenencia, mi acta de nacimiento, comprobante de domicilio… Sin mostrarse muy comprensiva me asignó varias tareas.

A la hora de la comida por fin me dirigí a mi casa en metro, no podía darme el lujo de un taxi, mis seiscientos pesos para sobrevivir el resto de la quincena casi se iban a ir en pagar la multa por obstaculizar una entrada de auto.

Rescaté mi coche y me dirigí a casa. No deseaba regresar al trabajo. Total, faltaba media hora para la salida. Frustrada por el tiempo y la lana perdidos de la manera más tonta, e irresponsable, me diría mi conciencia, lamentaba mi situación. Me sentí muy sola, más sola de lo que regularmente me siento. Sin familia, sin novio, pensé en llamar a Ara.

Al escuchar las grabaciones de la contestadora y del buzón del cel colgué. ¿Quién quiere hablar con máquinas en esas circunstancias? Lo único que me quedaba era llorar a moco tendido.

Nuevo día, nueva actitud.

Quince minutos antes de mi hora de entrada pasé frente a la casa de la bruja. Vi un Mercedes mal estacionado. Me detuve unos metros adelante. 

Apenas me estaba clavando en el estacionamiento de un edificio en remodelación cuando vi que llegó una grúa. Los diestros (aunque a mí me parecen siniestros) oficiales engancharon el vehículo y en unos segundos lo remolcaron. Cuando  lo trepan no hay poder humano que lo baje, a menos que traiga tarjeta y la grúa cargue terminal para  cobrar.

Asustada descubrí al chimuelo, flaco y cochambroso tipo que sonreía junto a mi puerta. Era el franelero que custodiaba la entrada del edificio. Doña Soledad, que vive más sola que una ostra, no se anda con rodeos, es de armas tomar. El urbano e inevitable personaje, se ofreció a cuidármelo y lavármelo. Hubiera querido ignorarlo, pero decente que soy, le dije que no.

A punto de arrancar vi a un señor, que a leguas se notaba era dueño del Meche. Morbosa que soy, esperé. El franelero de la acera del parque le gritó que tocara la puerta. Tocó rabiosamente con los puños cerrados.

La mujer abrió. Soberbia, extendió el papel con las instrucciones. El hombre sacó una pistola. Tres tiros. Con el arma frente a él se abrió paso entre los estupefactos curiosos.

Soledad yacía en el umbral.

No lo pensé dos veces arranqué y me alejé de ahí. Mala ciudadana que soy.

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*Publicado en: Recuentos Urbanos. Antología de cuento breve. Compiladoras Herlinda Dabbah Mustri y Susana Arroyo-Furphy, México, Palabras y Plumas Editores, 2009, pp. 155-157
Versiones en inglés y rumano, publicadas en la revista Horizonte Literario Contemporáneo